jueves, 10 de febrero de 2011

Del Libro Temas sobre la danza, Mercedes Borges Bartutis.


Marianela Boán: 
La elegancia en la danza cubana
Las creaciones coreográficas se pueden abordar partiendo de consideraciones técnicas y ofrecer una interpretación crítica a partir de la aproximación de un coreógrafo, a determinado género o estilo. Un coreógrafo tiene ante sí una gran diversidad de lenguajes para utilizar. Sus posibilidades son infinitas, y sobre un escenario, todo vale. Sin embargo, son pocos los creadores a los que se les puede considerar “distinguidos”. Hay que incluir en esta categoría a los raros coreógrafos que poseen el don de convertir cada nueva creación en una verdadera celebración de la belleza, entendida ésta como una huída a la vulgaridad.
Y es que la coreografía es un arte muy complejo. El gran problema de la danza hoy, como casi siempre, es el de encontrar buenos coreógrafos. El arte coreográfico es complicado, variado y altamente especializado. Tal como el mundo del teatro gira alrededor del dramaturgo, el mundo de la danza gira alrededor del coreógrafo.
La danza cubana tuvo, por suerte, a Marianela Boán, una coreógrafa que siempre produjo obras de gran empaque, una mujer determinante para la historia de la danza en esta Isla. Digámoslo claro: la vitalidad de Marianela Boán, su capacidad de invención, dejó a la zaga al resto de los creadores cubanos, en materia de danza. Todavía hoy, no ha surgido un coreógrafo que supere el trabajo legado por Marianela Boán, para la cultura cubana.
Ya sabemos que la danza no puede ser ajena a su época y, sin temor a equivocarme, los últimos años de la década de los 80 y los primeros de los 90, fue el período más rico de la danza cubana, porque los grupos eran células dinámicas de creación y comprometidas con lo que sucedía socialmente en el país.
En 1988, Marianela Boán abandona Danza Contemporánea de Cuba, y unida a Víctor Varela, quien ya tenía a sus espaldas el triunfo de La cuarta pared, en ese propio año, crea DanzAbierta. Este ha sido, en mi opinión, el laboratorio más completo que haya tenido la danza cubana en todos los tiempos. Así que es preciso hacer un alto en este recorrido, para dedicar un momento especial a la propuesta de Marianela Boán, una mujer que le dio a la danza cubana sus espectáculos, de gran formato, más hermosos y elegantes.
Marianela había dejado, en su última etapa de Danza Contemporánea de Cuba, dos títulos primordiales para la danza del país: Teoría de Conjunto (1985), una pieza que mostraba a un individuo marginado socialmente, y El cruce sobre el Niágara (1987), una obra que marcó un profundo cambio en esta coreógrafa. Como Lorna Burdsall, Marianela se rodeó de bailarines jóvenes. La Boán se propuso con su DanzAbierta agredir al espectador, decodificar sus hábitos, y mover su pensamiento. Con sus creaciones puso una nota diferente en el “gran concierto” de la danza cubana del momento. Seguidora de las obras de Pina Bausch y las teorías de Eugenio Barba, Marianela le dio a su grupo, en una primera etapa, títulos como Sin permiso, Locomoción, Antígona, y Retorna; le dio también un entrenamiento diferente con el contact improvisation, a través de Gabri Christa[1], quien aportó a DanzAbierta una obra como Un árbol poco vibratorio. Más tarde se entrenarían también con el método Volando Bajo, de David Zambrano, entre otras muchas opciones alternativas de movimiento.
La propia Marianela escribió lo que significó aquel comienzo para ella como creadora:
1988. Explosión del arte joven en Cuba. El teatro y la danza también rompiendo cánones aunque más tímidamente, todos comprometiéndonos cada vez más con la realidad real, con la realidad no TV, no ideal, viendo al hombre desde otros ángulos, sacando a la luz las preguntas ocultas de todos, preguntando en alta voz sobre el coro de susurros. (…) Mi generación viniendo de viejos instrumentos expresivos que habían retrocedido aún más cuando el duro golpe a la cultura de los años setenta. (…) Ramiro Guerra desapareciendo con su vanguardia, recogiendo sus iconos, sus osadas experiencias y guardándolas dolorosamente para nosotros en la memoria que la recuperaría en los años ochenta. Y yo abierta y recibiendo estímulos, pero en mis manos la danza dormida de los años cincuenta. Redescubriendo en los ochenta los sesenta del mundo. Descubriendo veinte años después en mi propia madurez las tendencias de una vanguardia que ya había cristalizado.[2]
A veces, en los laboratorios, la química es muy efímera. Para DanzAbierta y Marianela Boán surgió una etapa de crisis y la coreógrafa abandonó al grupo. Boán tuvo un período de trabajo en solitario, bajo el mismo rótulo de DanzAbierta. De esa época se recuerdan piezas como Fast Food, Gaviota, La carta, y Últimos días de una casa. El grupo, aunque se mantuvo unido, no consiguió a tiempo una persona que guiara sus inquietudes creadoras. Ellos se habían acercado a Ramiro Guerra, en busca de un líder, pero finalmente hicieron las paces con Marianela. Ese momento oscuro de DanzAbierta fue superado, así, con la reconciliación de Marianela y el grupo, para crear espectáculos que serían superiores a todo lo que había hecho hasta el momento.
En 1996, DanzAbierta estrena El pez de la torre nada en el asfalto, su primer espectáculo de gran formato y que duró toda una velada.  El éxito fue rotundo y el número de seguidores de DanzAbierta superó todas las expectativas. En El pez de la torre… el eje fundamental es el cubano en un momento de crisis. La pieza utilizó bailes populares cubanos, elementos del cabaret, y los mezcló con las técnicas  danzarias postmodernas. A sus nuevos experimentos, Marianela Boán le llamó danza contaminada. La reflexión de El pez de la torre… puso sobre el tapete situaciones límites de la sociedad cubana, que otros creadores de danza en la Isla no tocaban ni de manera superficial. Luego aparecieron espectáculos que se movían en la misma estética, como El árbol y el camino  (1998), y Chorus Perpetuus (2001).

Esta última obra, fue una propuesta minimalista, que concentraba su fuerza escénica en las potencialidades de los bailarines, en su capacidad de matizar y dosificar la emoción, el mensaje, el humor, la crisis. En Chorus Perpetuus el telón se abría, y en la oscuridad los bailarines aparecían atados por sus manos con unos elásticos, formados en la estructura de un coro tradicional. Saludaban al público y comenzaba el “concierto”. El coro era una agrupación sólida y cada uno de los elementos desafiaba la unión. La música viajaba desde Pergolesi, Mozart, Gershwin, hasta las composiciones cubanas más tradicionales y conocidas. Los intérpretes asumían a cada compositor con igual rigor y seriedad. En Chorus Perpetuus solo aparecían seis bailarines, un linóleo, los elásticos, diseño de luces, las voces, y una situación bien específica. Sin embargo, todo fluía y el espectáculo se hacía grande, crecía en medidas desproporcionadas, para mover la inteligencia del espectador más ingenuo, aquel que había llegado al teatro estimulado solo por un simple spot de televisión.
Los bailarines que estrenaron el Chorus Perpetuus, en el 2001, eran bien desiguales, sin embargo, la coreografía les daba la posibilidad de demostrar la diferencia que los unía: Maylín Castillo, una intérprete madura y desbordante, que llenaba cada rincón del escenario. Con dominio técnico, Maylín siempre se ha mostrado muy coherente. Gretel Montes de Oca llegaba desde sus posibilidades para el canto y sus dotes histriónicas, se convertía en líder natural desde todo punto de vista. Julio César Manfugás siempre ha sido un bailarín sorprendente, su intervención en el spiritual, ya casi al final, completaba su excelente trabajo durante toda la obra. Por otro lado, Alexander Varona lograba escalar a niveles vocales admirables. Con la intervención de Varona, en momentos decisivos, Chorus Perpetuus, se fortalecía. José Antonio Hevia, uno de los intérpretes más increíbles que ha tenido la danza cubana, otra vez dejaba por sentado que podía lograr brillantez en todo lo que se proponía. Y Orialys Hernández, que para entonces era una novata, a la que le había tocado sustituir a una bailarina como Danay Hevia, deslumbraba y se integraba a esta especie de filigrana, que tan brillantemente había logrado Marianela Boán con su DanzAbierta.
Unas semanas después del estreno del Chorus Perpetuus, Marianela ofreció una clase magistral en el antiguo Centro Cultural de España, y explicaba:
Con el Chorus Perpetuus, comprobé que mi tema, como siempre es lo épico. Yo quiero salvar la ciudad. Me interesa la sociedad, soy muy utópica. Me interesa sobre todo el grupo y el individuo, y los niveles de libertad. Cuando me di cuenta, que el centro de mi obra era un coro de personas amarradas, me pareció que la idea era esencial, no sólo para Cuba, sino para el mundo. ¿Qué pasa realmente? Estamos amarrados. El individuo puede estar suelto y cantar su melodía. Lo único que podemos tener como seres humanos es la libertad dentro del coro, nada más.
El trabajo de Marianela Boán nunca perdió frescura, y todavía en esta última etapa de su trabajo en Cuba, ella misma estrenó Blanche Dubois (2000), un unipersonal basado en el personaje de Tennessee Williams, y anterior a esto, ya había estrenado su versión de Un tranvía llamado deseo (1999), con Danza Contemporánea de Cuba, por el aniversario cuarenta de la compañía.
La DanzAbierta de Marianela Boán, marcó el tempo de la danza cubana durante muchos años. Las propuestas de Marianela no perdieron nunca frescura. En sus tiempos de creación, en Cuba, Marianela Boán era una creadora que experimentaba, probaba, tocaba las fibras sensibles del espectador, y movilizaba el pensamiento del público. Siempre fue una coreógrafa de vanguardia, dinámica y segura de lo que buscaba.
Actualmente DanzAbierta se mantiene con algunos estrenos esporádicos. Un guión, bajo el título de El arte de la fuga, firmado por su actual manager, Guido Gali, obtuvo uno de los premios que promociona la Agencia de Cooperación Española y la Embajada de España en Cuba. Pero decididamente, la salida del país de Marianela Boán, quien reside en Estados Unidos hace ya algunos años, ha influido notablemente en la situación actual de DanzAbierta. Sus integrantes no logran mantener el rigor que siempre tuvieron sus puestas en escenas. DanzAbierta era básicamente una compañía de autor, a pesar de la participación colectiva de sus miembros en la creación de los espectáculos. El lujoso empaque que aportaba Marianela Boán a sus piezas era un cuño de garantía con que salían las obras de esta compañía al escenario. Marianela instauró una especie de marca DanzAbierta. El laboratorio de Marianela Boán aportó un sello insustituible a la danza cubana.



[1] Gabri Christa, bailarina de Curazao formada en Holanda. Recibió entrenamiento con Trisha Brown. Vivió en Cuba y trabajo con DanzAbierta, en los primeros años, invitada por Marianela Boán.
[2] Marianela Boán, “DanzAbierta o el dedo en la llaga”, en revista La Gaceta de Cuba, enero-febrero/1999.


Fragmento de El pez de la torre nada en el asfalto. DanzAbierta.




lunes, 7 de febrero de 2011

Libros Cubanos de Danza


El Casino y la Salsa. De la cultura popular tradicional cubana, es un estudio serio que muestra años de investigación y análisis de la destacada Doctora en Folklore Cubano, Bárbara Balbuena Gutiérrez. El texto comienza con un interesante recorrido por los antecedentes del baile casino, nombre prácticamente desconocido en el ámbito internacional, y que es la manera original en que se bailó lo que hoy se denomina salsa. Este es un texto que actualiza y ofrece un panorama histórico, pero también una guía práctica para los interesados en el tema.
El Casino y la Salsa pertenece a la colección Súlkary Cuba de Balletin Dance Editores. Presentada en Buenos Aires, en agosto de 2009, con motivo de los 15 años de Balletin Dance, La Revista Argentina de Danza, actualmente la colección posee dos títulos: El Cuerpo Creativo. Taller Cubano para la Enseñanza de la Composición Coreográfica, de María del Carmen Mena Rodríguez, Máster en Educación por el Arte, y El Casino y la Salsa. De la cultura popular tradicional cubana, de la Doctora en Folclore, Bárbara Balbuena, ambas docentes del Instituto Superior de Arte de La Habana.
Súlkary Cuba, de Balletin Dance Editores, es una colección de lujo para cualquier editorial de danza. Y no pudimos encontrar un mejor título que Súlkary para presentar la danza cubana, a través de sus libros, porque es el nombre de una gran coreografía de la danza cubana. Creada por el maestro Eduardo Rivero, en 1970, Súlkary abrió la puerta grande para la danza de nuestro país. En su significado simple, Súlkary es una vieja representación que se bailaba en el Alto Volta, antiguo nombre de lo que hoy se conoce como Burkina Faso, en África. Sin embargo, para los cubanos el significado de esta palabra es inmenso, y adquiere un matiz diferente. La historia de la danza cubana no fuera la misma, si no hubiera existido una obra como Súlkary. Es la pieza que marcó un momento medular para el desarrollo del movimiento de danza, en Cuba. Es la obra que nos ofreció una identidad en la danza. Los libros que publiquemos en esta colección tendrán esa huella.
Intentamos llevar a los lectores una serie que abarque estudios sobre todos los géneros de la danza cubana. Sus protagonistas son maestros, historiadores, críticos, coreógrafos, diseñadores, bailarines, en fin, personas que viven con y para la danza.
Mercedes Borges Bartutis
Directora de la Colección Súlkary Cuba
Los libros de Súlkary Cuba se pueden adquirir on line, en www.balletindance.com.ar

miércoles, 2 de febrero de 2011

Del Libro Temas sobre la danza, Mercedes Borges Bartutis.


El bailarín negro en el ballet clásico
Jhon Martin fue uno de los críticos norteamericanos de danza más importantes durante las décadas que van de los años 30 a los 50. Martín ejerció la crítica por mucho tiempo como comentarista en un espacio fijo del periódico norteamericano The New York Times. Y fue, precisamente, Jhon Martin quien reseñó la proeza de Alicia Alonso, el 2 de noviembre de 1943, al bailar Giselle en sustitución de Alicia Márkova. Jhon Martin escribió, en el diario neoyorquino, el juicio laudatorio que respaldó la  consolidación de Alonso como una figura importante en los escenarios norteamericanos. Contradictoriamente, Jhon Martin, que tenía muy buen tino para unas cosas, le faltaba un poco de raciocinio para otras. Su libro, Historia de la danza, es un texto con un racismo bien marcado, donde analiza de una manera muy particular las posibilidades del bailarín negro en el ballet clásico.
No se adapta muy bien a la música europea en general y, especialmente, cuando se emplea en compañía de bailarines blancos, puede fácilmente aparecer fuera de compás (…) En términos generales en cuanto al ballet académico ha tenido la prudencia de no dejarse arrastrar al mismo, porque sus perspectivas totalmente europeas, su historia, su teoría y su técnica son ajenas a él cultural, temperamental y anatómicamente.
(…) La proporción de los miembros y el torso y la conformación de los pies, todo lo cual afecta la postura del europeo además de la rigidez mantenida deliberadamente, está en marcado contraste con la fluidez de la columna vertebral del bailarín negro. La natural concentración de movimientos de éste último en la región pélvica está, de manera similar, en contraposición con el uso del europeo.
Cuando el negro  asume el estilo del europeo sólo logra parecer afectado, del mismo modo que el bailarín europeo que intenta bailar como el negro, sólo parece torpe.
Para Jhon Martin no había término medio y sólo era posible estar en uno de los dos extremos: los blancos bailando ballet académico y los negros haciendo danza moderna o folclore.
La vida se encargó de demostrarle lo contrario, pues en su propio país surgieron bailarines negros que, sin que su anatomía se lo impidiese, fueron verdaderos virtuosos de la danza académica. Arthur Michell fue el primer bailarín negro que alcanzó el rango de bailarín principal en el New York City Ballet y fundó, en 1968, el Dance Theatre of Harlem, en respuesta al asesinato de Martin Luther King. Esta compañía demostró que no importaba el color de la piel, para bailar de manera excepcional el ballet clásico. Dance Theatre of Harlem se convirtió en una de las compañías de primer rango en el ballet norteamericano, y uno de los mejores embajadores culturales de los Estados Unidos, en el mundo.
Actualmente hay un número considerable de bailarines negros en las diferentes compañías norteamericanas. Aunque el proceso ha sido lento, los bailarines negros aparecen con frecuencia en posiciones importantes en las compañías norteamericanas y europeas.
La crítica norteamericana ha señalado que el entrenamiento de los bailarines negros es impecable y hace particular énfasis en señalar, que pueden asumir el estilo neoclásico o el llamado ballet drama, y luego interpretar una coreografía con elementos folclóricos, todo en un mismo programa, pero además bailar Giselle a la noche siguiente. Entre los bailarines negros de los Estados Unidos, que más sobresalieron dentro de las compañías de ballet, recordamos a Ronald Perry, solista del American Ballet Theatre en 1982, compañía donde interpretó obras como El Corsario, La Bayadera, o Tema y variaciones, de George Balanchine. Perry fue solista del American Ballet Theatre, en 1982, y bailó con la compañía de Murice Bejart, pero finalmente volvió al Dance Theatre of Harlem. Otro ejemplo importante es el de Virgina Jonson, fundadora también del Dance Theatre of Harlem. Jonson combinaba un baile de delicadeza y generosidad, que siempre fue señalado por la prensa.

El escritor cubano Alejo Carpentier escribió un pasaje sumamente curioso en su novela La consagración de la primavera, publicada en 1978. En uno de sus capítulos Carpentier describe la visita de los protagonistas, Enrique y Vera, a una fiesta religiosa en la barriada de Guanabacoa, en La Habana. Carpentier narra un baile arará de cuatro bailarines negros que dejó atónita a la rusa, como llamaban a Vera Kall.
Cuatro hombres se situaron en los puntos cardinales del ámbito. Y de súbito empezaron a saltar sin prisas, uno tras del otro, sin prisa, como sin esfuerzo, como levantados por un trampolín invisible y cada salto era más alto que el anterior, acompañándose de un gesto de codos y antebrazos proyectados hacia delante. Los saltos verticales eran ahora cada vez mayores, con recaídas cada vez más breves, en tal suerte que, apenas tocaban el suelo volvían a dispararse hacía arriba. Y llegó el instante milagroso, increíble, en que los cuatro hombres flotaron, literalmente en el espacio, sin contacto aparente con el piso.
¡Esto es elevación, carajo!, grito Vera, usando por primera vez una mala palabra en mi presencia. Siguió la ceremonia, y dijo Vera: Vámonos. Esto ya no tiene interés después de lo otro. Al lado de lo que vimos, el salto famoso de El espectro de la rosa es una mariconada; los Ícaros de Lifar, una miseria (…) Si Nijinsky hubiese contado con bailarines así, su coreografía primera de La consagración de la primavera, no hubiese sido el fracaso que fue. Era esto lo que pedía la música de Stravinsky: los danzantes de Guanabacoa y no los blandengues y afeminados del ballet de Diaghilev.
En el ballet cubano, la mezcla de colores posibilitó que surgieran bailarines de las más diversas características. Los bailarines negros fueron ocupando su lugar y, aunque no siempre se les utilizó de la forma más correcta, lo cierto es que muchos de ellos llegaron a escalar importantes peldaños, como es el caso de los primeros bailarines Andrés Williams, en el Ballet Nacional de Cuba,  y Pedro Martín, en el Ballet de Camagüey.
De Andrés Williams se ha dicho que, en su época más brillante, poseía un sentido natural por la danza, con una arrogancia escénica propia y un físico privilegiado. Andrés Williams obtuvo la medalla de bronce del Concurso Internacional de Ballet de Moscú, en 1973, el premio a la Maestría Artística, en la Varna de 1976, dos certámenes que para su época constituían un reto para todo bailarín clásico, con grandes aspiraciones. En la historia del ballet cubano a Williams se le recuerda por su singular caracterización en los papeles de Otelo, en Prólogo para una tragedia, la obra de Brian MacDonald, y el cazador de fieras de la coreografía Canto vital, de Azari Plisettski.
Entre las mujeres se destacaron, en diferentes épocas, Caridad Martínez, Rosa Ochoa, o Catherine Zuaznábar. Zuaznábar asumió la versión completa de El lago de los cisnes, en el Gran Teatro de La Habana, en 1997, con una verdadera apoteosis de público. Desde hace algunos años, Catherine Zuaznábar integra la nómina de la compañía del ya desaparecido Maurice Bejart.
Muchos fueron los bailarines negros que ocuparon un lugar importante en la nómina del Ballet Nacional de Cuba, pero indudablemente, la imagen más fuerte y consagrada de un bailarín negro cubano es la de Carlos Acosta. Este intérprete comenzó el despegue de su carretera artística ganando el Grand Prix del Concurso Internacional de Lausana, en 1990. Después obtuvo una larga cosecha de éxitos y galardones, entre los que se encuentran los Premios Vignale de Danza de Italia y el Federico Chopin;  el Premio al Mérito en el Concurso de Jóvenes Talentos, de Positano, Italia, el Grand Prix de Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el de la Fundación Princess Grace, de Estados Unidos.  Por otra parte, en 2003 recibió el Premio Nacional de Danza del Círculo de Críticos del Reino Unido, y fue nominado para el Lawrence Olivier en 2004. Recientemente, en el años 2006, Carlos Acosta recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Metropolitana de Londres.  Además del Ballet Nacional de Cuba, Acosta es invitado como primera figura del Royal Ballet de Londres, el American Ballet Theatre, el Ballet de la Opera de París y el Ballet Bolshoi de Moscú. Ubicado en la élite del ballet mundial, Carlos Acosta tiene lo que cualquier bailarín de cualquier color desearía tener: excelentes condiciones físicas y una especial proyección escénica. Definitivamente, John Martin, el viejo cronista del The New York Times, se perdió esta otra página de la historia.

En el video, Carlos Acosta en la variación de Don Quijote.