miércoles, 2 de febrero de 2011

Del Libro Temas sobre la danza, Mercedes Borges Bartutis.


El bailarín negro en el ballet clásico
Jhon Martin fue uno de los críticos norteamericanos de danza más importantes durante las décadas que van de los años 30 a los 50. Martín ejerció la crítica por mucho tiempo como comentarista en un espacio fijo del periódico norteamericano The New York Times. Y fue, precisamente, Jhon Martin quien reseñó la proeza de Alicia Alonso, el 2 de noviembre de 1943, al bailar Giselle en sustitución de Alicia Márkova. Jhon Martin escribió, en el diario neoyorquino, el juicio laudatorio que respaldó la  consolidación de Alonso como una figura importante en los escenarios norteamericanos. Contradictoriamente, Jhon Martin, que tenía muy buen tino para unas cosas, le faltaba un poco de raciocinio para otras. Su libro, Historia de la danza, es un texto con un racismo bien marcado, donde analiza de una manera muy particular las posibilidades del bailarín negro en el ballet clásico.
No se adapta muy bien a la música europea en general y, especialmente, cuando se emplea en compañía de bailarines blancos, puede fácilmente aparecer fuera de compás (…) En términos generales en cuanto al ballet académico ha tenido la prudencia de no dejarse arrastrar al mismo, porque sus perspectivas totalmente europeas, su historia, su teoría y su técnica son ajenas a él cultural, temperamental y anatómicamente.
(…) La proporción de los miembros y el torso y la conformación de los pies, todo lo cual afecta la postura del europeo además de la rigidez mantenida deliberadamente, está en marcado contraste con la fluidez de la columna vertebral del bailarín negro. La natural concentración de movimientos de éste último en la región pélvica está, de manera similar, en contraposición con el uso del europeo.
Cuando el negro  asume el estilo del europeo sólo logra parecer afectado, del mismo modo que el bailarín europeo que intenta bailar como el negro, sólo parece torpe.
Para Jhon Martin no había término medio y sólo era posible estar en uno de los dos extremos: los blancos bailando ballet académico y los negros haciendo danza moderna o folclore.
La vida se encargó de demostrarle lo contrario, pues en su propio país surgieron bailarines negros que, sin que su anatomía se lo impidiese, fueron verdaderos virtuosos de la danza académica. Arthur Michell fue el primer bailarín negro que alcanzó el rango de bailarín principal en el New York City Ballet y fundó, en 1968, el Dance Theatre of Harlem, en respuesta al asesinato de Martin Luther King. Esta compañía demostró que no importaba el color de la piel, para bailar de manera excepcional el ballet clásico. Dance Theatre of Harlem se convirtió en una de las compañías de primer rango en el ballet norteamericano, y uno de los mejores embajadores culturales de los Estados Unidos, en el mundo.
Actualmente hay un número considerable de bailarines negros en las diferentes compañías norteamericanas. Aunque el proceso ha sido lento, los bailarines negros aparecen con frecuencia en posiciones importantes en las compañías norteamericanas y europeas.
La crítica norteamericana ha señalado que el entrenamiento de los bailarines negros es impecable y hace particular énfasis en señalar, que pueden asumir el estilo neoclásico o el llamado ballet drama, y luego interpretar una coreografía con elementos folclóricos, todo en un mismo programa, pero además bailar Giselle a la noche siguiente. Entre los bailarines negros de los Estados Unidos, que más sobresalieron dentro de las compañías de ballet, recordamos a Ronald Perry, solista del American Ballet Theatre en 1982, compañía donde interpretó obras como El Corsario, La Bayadera, o Tema y variaciones, de George Balanchine. Perry fue solista del American Ballet Theatre, en 1982, y bailó con la compañía de Murice Bejart, pero finalmente volvió al Dance Theatre of Harlem. Otro ejemplo importante es el de Virgina Jonson, fundadora también del Dance Theatre of Harlem. Jonson combinaba un baile de delicadeza y generosidad, que siempre fue señalado por la prensa.

El escritor cubano Alejo Carpentier escribió un pasaje sumamente curioso en su novela La consagración de la primavera, publicada en 1978. En uno de sus capítulos Carpentier describe la visita de los protagonistas, Enrique y Vera, a una fiesta religiosa en la barriada de Guanabacoa, en La Habana. Carpentier narra un baile arará de cuatro bailarines negros que dejó atónita a la rusa, como llamaban a Vera Kall.
Cuatro hombres se situaron en los puntos cardinales del ámbito. Y de súbito empezaron a saltar sin prisas, uno tras del otro, sin prisa, como sin esfuerzo, como levantados por un trampolín invisible y cada salto era más alto que el anterior, acompañándose de un gesto de codos y antebrazos proyectados hacia delante. Los saltos verticales eran ahora cada vez mayores, con recaídas cada vez más breves, en tal suerte que, apenas tocaban el suelo volvían a dispararse hacía arriba. Y llegó el instante milagroso, increíble, en que los cuatro hombres flotaron, literalmente en el espacio, sin contacto aparente con el piso.
¡Esto es elevación, carajo!, grito Vera, usando por primera vez una mala palabra en mi presencia. Siguió la ceremonia, y dijo Vera: Vámonos. Esto ya no tiene interés después de lo otro. Al lado de lo que vimos, el salto famoso de El espectro de la rosa es una mariconada; los Ícaros de Lifar, una miseria (…) Si Nijinsky hubiese contado con bailarines así, su coreografía primera de La consagración de la primavera, no hubiese sido el fracaso que fue. Era esto lo que pedía la música de Stravinsky: los danzantes de Guanabacoa y no los blandengues y afeminados del ballet de Diaghilev.
En el ballet cubano, la mezcla de colores posibilitó que surgieran bailarines de las más diversas características. Los bailarines negros fueron ocupando su lugar y, aunque no siempre se les utilizó de la forma más correcta, lo cierto es que muchos de ellos llegaron a escalar importantes peldaños, como es el caso de los primeros bailarines Andrés Williams, en el Ballet Nacional de Cuba,  y Pedro Martín, en el Ballet de Camagüey.
De Andrés Williams se ha dicho que, en su época más brillante, poseía un sentido natural por la danza, con una arrogancia escénica propia y un físico privilegiado. Andrés Williams obtuvo la medalla de bronce del Concurso Internacional de Ballet de Moscú, en 1973, el premio a la Maestría Artística, en la Varna de 1976, dos certámenes que para su época constituían un reto para todo bailarín clásico, con grandes aspiraciones. En la historia del ballet cubano a Williams se le recuerda por su singular caracterización en los papeles de Otelo, en Prólogo para una tragedia, la obra de Brian MacDonald, y el cazador de fieras de la coreografía Canto vital, de Azari Plisettski.
Entre las mujeres se destacaron, en diferentes épocas, Caridad Martínez, Rosa Ochoa, o Catherine Zuaznábar. Zuaznábar asumió la versión completa de El lago de los cisnes, en el Gran Teatro de La Habana, en 1997, con una verdadera apoteosis de público. Desde hace algunos años, Catherine Zuaznábar integra la nómina de la compañía del ya desaparecido Maurice Bejart.
Muchos fueron los bailarines negros que ocuparon un lugar importante en la nómina del Ballet Nacional de Cuba, pero indudablemente, la imagen más fuerte y consagrada de un bailarín negro cubano es la de Carlos Acosta. Este intérprete comenzó el despegue de su carretera artística ganando el Grand Prix del Concurso Internacional de Lausana, en 1990. Después obtuvo una larga cosecha de éxitos y galardones, entre los que se encuentran los Premios Vignale de Danza de Italia y el Federico Chopin;  el Premio al Mérito en el Concurso de Jóvenes Talentos, de Positano, Italia, el Grand Prix de Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el de la Fundación Princess Grace, de Estados Unidos.  Por otra parte, en 2003 recibió el Premio Nacional de Danza del Círculo de Críticos del Reino Unido, y fue nominado para el Lawrence Olivier en 2004. Recientemente, en el años 2006, Carlos Acosta recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Metropolitana de Londres.  Además del Ballet Nacional de Cuba, Acosta es invitado como primera figura del Royal Ballet de Londres, el American Ballet Theatre, el Ballet de la Opera de París y el Ballet Bolshoi de Moscú. Ubicado en la élite del ballet mundial, Carlos Acosta tiene lo que cualquier bailarín de cualquier color desearía tener: excelentes condiciones físicas y una especial proyección escénica. Definitivamente, John Martin, el viejo cronista del The New York Times, se perdió esta otra página de la historia.

En el video, Carlos Acosta en la variación de Don Quijote.

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